Como sabrán, recientemente he publicado "Blaine", mi primera novela, la que pueden adquirir, online y para todo el mundo, a través de los siguientes enlaces:

Versión impresa: https://www.createspace.com/4502695

Versión digital: http://mybook.to/Blaine

A continuación dejo la primera parte del capítulo mencionado en el título para que sepan de qué se trata:

Blaine, hacia 1785

Se titula esta obra como Blaine: crónicas de un vampiro real, por tanto, esta es la crónica retratada desde los fastos de mi vida, la que les contaré desde el principio de manera resumida, como es lógico, ya que no soy escritor como he venido citando en varias oportunidades, ni tampoco soy tan minucioso e interpretativo como uno. Además, no quiero que mis memorias ocupen millares de hojas. 

Empecemos por lo básico y fundamental; mi nombre: Rodrigo Christian Blaine de Quijandría y tengo doscientos sesenta y cuatro años de edad. Hoy se me conoce simplemente como Blaine, sólo algunos cercanos me llaman Christian y una sola persona me llama, hasta hoy, Rodrigo. Reconozco que existe un gran contraste entre mi nombre peninsular y mi apellido anglo, pero eso no me causa ningún problema ni me molesta en lo absoluto. Nací un 6 de junio de 1749 en la ciudad de Lima, conocida años antes como Ciudad de los Reyes, en Perú, América del Sur.

Por aquella época el Perú aún estaba sometido al yugo de España. El rey de turno era Fernando VI de la Casa de Borbón y en Lima nos gobernaba su virrey, José Antonio Manso de Velasco y Sánchez de Samaniego, Conde de Superunda.

En aquel entonces Lima era el núcleo de la monarquía española en Sudamérica. Antes, cuando el virreinato fue apenas forjado en esas tierras en un principio, la ciudad fue bautizada —como ya lo mencioné— con el nombre de Ciudad de los Reyes y fue coronada tres veces Ciudad Jardín.

Siempre fue una metrópoli bastante elegante y bella, pero no muy grande y, como en todos los virreinatos de América del Sur, se apreciaba mucha pobreza y miseria alrededor y dentro de ella. La opulencia, glamour y aristocracia contrastaban con la misérrima malaventura de los esclavos y plebeyos de esas tierras, que hacían hasta lo imposible por ganarse el pan de cada día para subsistir.

La gente noble, es decir, aquellos con un patrimonio más que digno, riquezas y títulos, eran siempre los más respetados y mejor tratados por el resto, mientras que el trato al pobre era como si por antonomasia se tratara de un sirviente si es que no podía trascender por propia cuenta. Y ni hablar de los negros o los indígenas; ellos no eran más que esclavos y tratados peor que animales, y no miento al afirmarlo. El ganado podía tener una vida más digna que cualquier esclavo y muchas veces los animales sufrían menos que muchos de ellos a la hora de morir.

La ciudad de Lima fue fundada un 18 de enero de 1535 por un criador de cerdos —cuentan los anales de la historia— español llamado Francisco Pizarro, quien fue por oro hasta esos dominios. Cuando los españoles llegaron mi tierra, a través de la ciudad de Cajamarca, sometieron al Imperio de los Incas rápida y violentamente. Aquel imperio fue uno de los más grandes y organizados que existieron y el único de estas latitudes al sur de América. Fue destruido extraordinariamente rápido por un puñado de hombres con ambición de oro y poder. Los españoles aprovecharon la guerra civil de la que era víctima el Imperio desde su propia entraña. Una guerra civil entre partidarios del Inca que fue sucesor legal de su padre, Huáscar, contra los partidarios del hermano que también se adjudicó el mismo título de Inca sin tener tal derecho, Atahualpa.

Los europeos, una vez que derrotaron al gran Imperio incaico y mataron a Atahualpa tras muchas promesas que jamás se cumplieron, se apoderaron de todos los bienes materiales destruyendo, de paso, la mayoría de los bienes culturales. Luego fundarían varias ciudades, entre ellas, Lima; la que, desde entonces, sería la capital administrativa y política del Perú y eje de España en Sudamérica con sede de una Real Audiencia. Pero la ciudad no estaría exenta de peligros porque su posterior importancia la haría presa de invasiones piratas a finales del siglo XVII, motivo por el que la máxima autoridad de aquel tiempo, el virrey Melchor de Navarra y Rocafull, Duque de la Palata, mandaría a amurallarla para protegerla de los enemigos de la corona española. Y cuento como detalle, para quienes estuvieran interesados en estos datos históricos, que las llegadas a Lima de los nuevos virreyes eran sencillamente admirables y presuntuosas hasta llegar a lo absurdo. Para la ocasión, se empedraban las calles con adoquines de argento, desde las puertas de la ciudad hasta el Palacio del Virrey, y durante todo el recorrido del mismo sendero, se elevaban cimbras al estilo romano, adornados con pinturas e imágenes finamente esculpidas por la manos más hábiles de la ciudad, o bien eran traídas desde la misma península ibérica.

En la época en que nací, la ciudad todavía se recuperaba de una catástrofe. Lima había sido muda testigo de la fuerza de la naturaleza, azotada por el terremoto nocturno del 28 de octubre del 1746 que dejó a su paso una estela destructiva sin precedentes. De más de cincuenta y cinco mil habitantes murieron cerca de mil cuatrocientos, y en el puerto del Callao, una gran ola de unos diecisiete metros de altura, se adentró varios kilómetros a la ciudad, pereciendo cinco mil personas más y sobreviviendo, apenas, unas doscientas almas. En 1749, año de mi natalicio, en la plebe aún quedaban secuelas del sismo de cuatro años antes: hambre y miedo.

Mi padre, lord Joseph Abbot Blaine III, consignatario británico bastante próspero, llegó a Lima enviado por la corona sajona en el año de 1746. Fue uno de los afortunados sobrevivientes del gran terremoto. Llegó a adentrarse al virreinato con propósitos que todavía hoy ignoro pero que, tal vez, tendrían que ver con el desarrollo de convenios lucrativos —y secretos— entre Inglaterra y España. Cuando mi padre se posó en la capital peruana llevaba a cuestas los veintiséis años de edad, apenas, y una extensa fortuna en bienes materiales y moneda que fueron traídos desde Leicester, su ciudad natal, con la bendición del Rey Jorge II de Gran Bretaña y la de su familia.

Manso de Velasco, previendo que mi padre era enviado a Lima por la misma corona británica —cuya enemistad histórica no era propia de los gobernantes de aquel periodo— lo acogió de inmediato en la Casa del Virrey donde, por fin, y tras varias reuniones secretas tenían que ver, acaso, con negocios y política, se hicieron muy buenos amigos, lo que permitió que mi padre, aunque extranjero, no se viera más adelante perjudicado por las Reformas Borbónicas y la pérdida del monopolio del virreinato sobre el comercio y control sobre la importante región minera del Alto Perú. Este debilitamiento económico llevaría a la élite de la ciudad a depender de los cargos otorgados por el gobierno virreinal y la Iglesia, mas la amistad de mi padre con el virrey de entonces consiguió que también tuviera un cargo, por lo menos de nombre, en la Casa del Virrey, lo que no afectaría su desempeño mercantilista ni de ninguna otra índole en la ciudad. Todas estas situaciones llevaron a mi padre a que, como solidaridad para con el virrey, estuviera algo reticente en apoyar cualquier vestigio de independencia en el virreinato.

Mi padre se enamoró de Lima, de sus encantos arquitectónicos tales como las catedrales, iglesias, claustros, casonas y mansiones señoriales, tan distintos a los de su país natal. Quedaba absorto apreciando el estilo rococó, de influencia francesa, de las edificaciones que en algún tiempo fueron de estilo barroco americano —una expresión nueva y original creada en el virreinato—, y de las viviendas de estilo andaluz, con sus balcones que alegraban las callejuelas soleadas en la primavera. Se enamoró de las bellas mujeres, radiantes y hermosas mestizas tapadas con saya y manto, que dejaban a la luz un solo ojo que de igual manera eran diferentes a las mujeres del Viejo Mundo que él conocía. Había algo en la ciudad que la hacía desemejante a cualquier otro lugar que él hubiera conocido. El contraste de la miseria y la opulencia, la hermosura palaciega de sus calles, la belleza descomunal de sus mujeres, el clima templado, el cielo gris y la tenue llovizna del invierno… Todo de Lima le gustaba y decidió quedarse a hacer una vida en la próspera ciudad. Ninguna otra en que hubiera estado previamente le había gustado tanto, y es fácil concluir que mi padre, debido a sus ocupaciones, conocía la mitad del mundo.

Abandonó el palacio donde el virrey lo había amparado cuando era apenas un recién llegado y se estableció en una mansión apropiada para su posición. Al poco tiempo su nombre y presencia se hicieron populares en la pequeña urbe, no sólo por su notorio atractivo físico, sino porque era un foráneo bastante adinerado, tanto que su riqueza era comparada con la del mismo virrey. Todas las mujeres de la nobleza limeña —casadas y solteras— le acosaban, pero él sólo tenía tiempo para los asuntos que lo habían llevado hasta la capital del virreinato peruano.

Sería en una fiesta realizada en el Palacio del Virrey donde mi padre conocería a quien sería mi progenitora. Una hermosa jovencita de apenas dieciséis años, hija de un corregidor español de la Real Audiencia, dicho sea de refilón, asaz corrupto. Pero aquel «gentilhombre», mi abuelo, pese a su putrefacción moral, vivía sus días tranquilo, porque era de la total simpatía del virrey, aunque le quedaba ya poco tiempo en el cargo, pues un nuevo intendente suplantaría sus funciones muy pronto. El puesto de corregidor le quedaba grande, grandísimo; aun así, lo abandonaría con todas las de la ley, como el gran hombre que se suponía que era. Bastaba con verle la expresión en la cara para conocer su cinismo exacerbado. Pero con la familia era la otra cara de la moneda: excesivamente sobreprotector con mi madre, impidiendo a toda costa que la corrupción que él tan bien conocía la tocara de ningún modo.

Maldita la suerte de aquel hombre, porque esa sobreprotección causaría el advenimiento de futuras desazones.

En aquella gala, digna de una magnificencia pocas veces vista en ciudades europeas, ninguno de mis futuros padres le quitaba la vista al otro. Cuando se presentó la oportunidad, mi padre, con la cortesía británica que corresponde, le pidió gentilmente que le concediera la complacencia de bailar con él:

—¿Sería usted tan amable de otorgarme el placer de danzar con vuestra merced? —preguntó el lord, con su español masticado, aprendido más por fuerza que por gusto.

—No podría estar más complacida con su petición, mi lord —respondió mi madre con una sonrisa que parecía tímida, y sin dejar de lado el protocolo.

Mi padre, allí mismo, se enamoró perdidamente. Fue amor a primera vista —si es cierto que tal cosa existe—; infelizmente, ella sólo le prestó atención porque le pareció apuesto, elegante, airoso, pero de un modo puramente físico, visual y carnal. No vio más allá de sus ojos, quizá por su juventud, quizá por su soberbia. Nunca llegaría a amarlo y no podría decir por qué; en verdad lo ignoro. Lo peor de todo era el murmullo que corría como reguero de pólvora entre la gente de título, de abolengo y ascendencia ilustre de la sociedad limeña; sobre todo, el que provenía de aquellas viejas señoronas que sólo se dedicaban a rezar el rosario como mayor distracción.

Las jóvenes y amigas de la hermosa Josefina, traviesas por su entorno y su edad, no gozaban de la fama que mi futura madre ostentaba desde la precoz edad de los catorce. El rumor era bajo: Josefina Quijandría de las Altas Torres y Medina Gómez-Aristizábal, a pesar de sus cortos años era ya una mujercita de la vida fácil. Entiéndase que no lo digo porque fuera una ramera a sueldo, como aquellas que pululaban sin remilgo por las calles y plazas haciéndose pasar por tapadas de su casa, sino por su pura mezquindad. Era testaruda y se dejaba llevar por los placeres de la carne y el despilfarro, desdeñando toda la sobreprotección del padre y todo el amor de la madre, que en un afán inconcebible, hubieran dado la vida porque la niña mimada y rebelde volviera a los buenos pasos, como atañe a una damisela de su condición.

Mi abuela era la más lejana de aquella mi familia. Sólo conocí su nombre, doña Victoria Gómez-Aristizábal. Murió antes de que los autores de mis días contrajeran nupcias.

Josefina era engreída, caprichosa, ambiciosa y lo peor de todo: una cualquiera. Lo que tenía de hermosa —y vaya que cuando digo hermosa quedo corto— lo tenía de perversa y calculadora. La falsa candidez que irradiaba al sonreír era la trampa mortal para cualquier semejante. Su sonrisa de marfil, provocadora de los suspiros más profundos, atraparía al más renuente corazón, sin medida. Era ella la dueña de esa magia rozagante que el corazón del hombre, ordinario o exquisito, buscaba en la inconsciencia.

Era evidente que lord Blaine ignoraba por completo todos aquellos cuchicheos susurrados por el pueblo y le propuso matrimonio unos meses después, con el corazón embelesado por un par de ojos tan bellos como pérfidos, una pequeña nariz respingona que levantaba la piel de los labios, apenas, para dejar ver ese par de hermosos y perfectos dientes frontales, que él deseaba que le mordieran los varoniles labios.

Como Josefina era hija de aquel corregidor ibérico, no tenía ningún problema en ser como era; aunque asolapada tras su candor, al final resultó que sí fue como decían. Ni una palabra más, ni una menos. Si mi madre no hubiese sido hija de aquel funcionario influyente —abuelo al que nunca tuve el disgusto de conocer— sin la menor duda hubiera sido investigada por el más terrible de los tribunales eclesiásticos: la Santa Inquisición, audiencia que mi abuelo tenía comprada con suculentas donaciones a la Iglesia para que ésta nunca mirara a ningún miembro de su familia con desdén o suspicacia, santiguándose por los pecados cometidos y flagelando a otros en nombre de Dios sin haber pedido su permiso.

Mis padres se casaron un domingo de enero de 1748 en la Iglesia de Santa Ana, la que, lamentablemente, y como si de una maldición se tratara por llevarse a cabo en sus bases dicha unión, sería devorada por un incendio en 1790. La recepción nupcial, aunque bastante íntima, fue muy comentada por la gente del entorno, no sólo porque mi padre, siendo tan bueno y afortunado en la vida, se involucrara con la famosa hija de don Antonio de Quijandría de las Altas Torres y Medina, sino porque, además, se comentaba que, en aquella celebración, mi madre le fue desleal por primera vez a mi padre al acostarse con un alto funcionario de la casa virreinal treinta años mayor que ella, mientras el novio brindaba con los demás nobles, burgueses y aristócratas por la supuesta felicidad que le esperaba.

Irónico.

Nadie daba un centavo por aquella unión. Algunos maliciaban que mi madre aceptó casarse por un único hecho: que mi padre era potentado y quería asegurarse de un futuro. La dote de ambas partes fue una suma tan exorbitante que hasta existe una leyenda con respecto al monto. Y ese futuro que Josefina quería no era en el virreinato peruano, más bien en Inglaterra. Ya para aquella época, habían ciertos brotes de emancipación y su padre podría ser echado de su sitio en cualquier momento o ser enviado de vuelta a España. En el peor de los casos, linchado y ejecutado en la Plaza Mayor en un juicio popular.

Quién diría que todo a lo que acabo de referirme terminaría siendo verdad. Esa era la razón de la boda, asegurar su futuro y el de la familia, sino en Perú o España, en Europa al fin. Todo se basaba en lo material, pero había que aprovechar también la juventud, lozanía, vigor y belleza del esposo mientras durara, sin la responsabilidad de serle fiel aunque fuera para ella tan apetecible en el lecho como cualquier extraño agraciado.

Es de sospechar, entonces, que mi padre fue siempre desventurado al lado de ella. Pronto supo que los cuchicheos en torno a ella eran innegables. Mi madre era una perra. Así, sin más ni más. Se acostaba con cualquier tipo que le hiciera un gesto agradable, pero sobre todo, que tuviera dinero, para así llenar sus arcas en favor propio, alimentando cada vez más su vanidad y codicia. Pese a ello, mi padre llegó a amarla tanto que le fue imposible separarse de ella en todo lo que duró ese matrimonio maldito, y que no fue ni unido por Dios ni separado por el hombre.

Nunca supe si fui concebido con amor, es un detalle que escapa de mis manos y de mi razón. No lo sé ni nunca lo sabré. Lo más probable es que no sucediera así y, seguramente, no fui deseado al nacer por quien me parió. Yo significaría una carga y una contrariedad en su vida. Un lastre para su ambición...

Tuve que ser criado por Roberta, una sirvienta de la casa. Mi padre la compró como esclava en una subasta que se efectuó por casualidad cuando se establecía en la ciudad. Mi padre, hombre de buen corazón, al comprar a Roberta no la trató más como esclava sino como una sirvienta, es decir, no la castigaba ni trataba como aquellos que poseían una vida con el mínimo grado de valor existente en aquel tiempo.

Roberta era una negra rolliza y bonachona que llegó a quererme como si fuera su propio hijo. Y yo también la quise mucho, bastante más de lo que pude llegar a querer a quien me alumbró con dolor. Verdad es que madre o padre no es quien te da la vida, quien engendra, sino quien se inquieta por ti desde la infancia y te cría como a un hijo propio —frase bastante sabida pero irrefutable— y es capaz de dar la vida por ti.

También estaba Demetrio quien, episódicamente, nació el mismo día que yo. Era el único hijo de Roberta. Era huérfano de padre, el que murió cuando Demetrio y yo teníamos apenas cinco años en un accidente de establo. Una noche, un caballo se puso nervioso al ver un murciélago que lo rondaba —hasta me parece gracioso que fuera uno de esos animalejos— mientras el esclavo lo limpiaba. El animal terminó por descontrolarse, pateándolo y luego aplastando al pobre sujeto, quien jamás notó la embestida de la alterada bestia.

Demetrio y yo éramos como hermanos. En nuestra infancia jugábamos juntos a pesar de la diferencia de clases. En esa época tal actitud, de ser descubierta, hubiera sido mal vista —por no decir inconcebible— por los demás, máxime por la nobleza. Evidentemente, siendo yo un mozalbete ignoraba todos aquellos prejuicios; prejuicios que van contaminando la infancia conforme esta va quedando atrás. Me contrariaba el hecho de que mi propia madre no me permitiera jugar con Demetrio. Había que hacerlo con disimulo o en la casa de campo que también teníamos en las afueras. Mi padre, por el contrario, sí me permitía jugar con él sin ningún reparo y hasta me defendía si mi madre me reconvenía por ello. Era feliz jugando con mi hermano Demetrio. Tengo recuerdos felices sobre eso.

Entonces, el único cariño maternal que obtuve fue el de Roberta, y es que, como dije en un principio, mi madre sólo se encargaba de mezclarse con el primer hombre que se le cruzara en el camino; no obstante, a pesar de ello podría afirmar que tuve una infancia discordantemente feliz.

Materialmente y como era de esperarse jamás me faltó nada. Tenía un hermanito de mi edad con quien pasar el tiempo jugando y una madre a quien darle mi cariño. En cuanto al lord, las pocas veces que lo veía en el hogar me alegraba enormemente, porque siempre fue insuperable en su trato, obsequiándome abundante amor. Estaba orgulloso de su único hijo varón, de su primogénito, no sólo por ser su único descendiente, sino porque me veía muy poco. Él también llegó a estimar mucho a Roberta y Demetrio y lo demostraba tratándolos como si fueran parte de la familia, no teniendo los prejuicios ni étnicos ni sociales que la época forzaba, lo cual era extraño entre la nobleza. Mi madre, en cambio, tenía esa mala costumbre de prejuzgar, y no exagero si digo que su mezquindad era cuantiosa, no sólo con Demetrio, como también con Roberta y cualquiera que no se acercara siquiera a su posición. Los trataba peor de lo que alguien pudiera suponer, haciendo llorar con sus malos tratos y agresiones en más de una ocasión a la buena y dulce sirvienta, quien era la más querida por el resto de esclavos por ser, además, como una madre para todos ellos.

Y así, como el viento que sopla en otoño, pasaron los tempranos años de mi temprana infancia.

Cuando cumplí diez me hicieron una pequeña celebración en la casona con los niños de los amigos de mis padres. Gente de la alta, como se dice ahora.

Aquel día mi padre se encontraba en Londres verificando algunos documentos oficiales que había de traer a Lima, motivo por el que no pudo estar presente en aquella ocasión ni en muchas otras durante mi infancia. Recuerdo cuánto lo extrañé. Siempre lo extrañaba. Vivía pensando en cuándo retornaría de sus constantes viajes y qué historias me contaría al llegar. Imaginaba que un día no tendría que viajar más y esperaba ese día con ansias. Antes de dormir cuando estaba aburrido, me alegraba y distraía recordando las historias de barcos, piratas y conquistadores, que mi padre me relataba, y también sobre los exóticos lugares del mundo que había visitado.

De los niños que fueron a la pequeña ceremonia de cumpleaños, sólo conocía a algunos pocos. Pero sólo uno me agradaba, aunque debería decir que no era uno, sino una. Se llamaba Gloria y era una niña muy, muy linda y especial. Más que linda, preciosa. Era la belleza hecha niñez.

Simplemente era Gloria y no hay nada más que hoy pueda añadir.

Tenía dos años menos que yo. Siempre que su mamá pasaba a buscar a la mía, quien sabe para qué, se quedaba un rato a jugar conmigo y con Demetrio. Debíamos hacerlo a escondidas para que doña Mercedes, mamá de Gloria, no entrara en pánico al ver a su hija de ocho años jugar con el hijo de una esclava —quien por su naturaleza también era un esclavo— compartiendo risas y alegría. No era posible que dos niños tan diferentes siquiera intercambiaran miradas, mucho menos que se tocaran durante el trance porque él podría pegarle esa suciedad con que había nacido y tenía adherida a su piel.

Al finalizar aquella ceremonia, y luego de que todos se marcharan, Roberta me llevó a mi cama, como todas las noches, a dormir. En mi habitación, me dio un beso de buenas noches en la frente y apagó con un suave soplido las velas de los candelabros, me bendijo con su ronca, pero amable voz y se marchó. Una vez solo me quedé pensando en que no pude jugar con Gloria y Demetrio, porque su madre ni la mía se ausentaron en ningún momento del salón principal y mi hermano tuvo que mantenerse alejado, en el huerto contiguo a la cocina.

Mi cuerpo se hizo presa del sueño y a punto estuve de caer dormido pero no lo conseguí porque en la habitación contigua —la de mi madre— oí ruidos extraños. Eran como gimoteos y gritos acallados. A oscuras me levanté de la cama preocupado y curioso y me asomé a la puerta de su habitación que estaba cerrada, pero no asegurada con llave. Escuché a mi madre chillar y también la voz de un hombre, pero no eran gritos comunes, eran como entrecortados y agitados.

Pensando que algún malhechor estaba atacándola —pues, a pesar de todo y por la ingenuidad propia de mi edad quería a mi madre y me preocupaba por ella— abrí la puerta furtivamente. Cuál sería mi sorpresa al entrar en la habitación. Vi a mi madre desnuda, sentada a horcajadas y moviéndose sobre aquel individuo que yacía en la cama, boca arriba y también desprovisto de ropajes, ambos con sus rostros llenos de muecas y sin el menor pudor.

Tenían sexo.

Por razones obvias, yo, con apenas diez años de edad, desconocía por completo de qué se trataba aquello. Josefina al verme se espantó, se cubrió con una sábana y me echó del cuarto vociferando toda clase de improperios:

—¡Niño! ¿Acaso no guardas respeto por tu madre? ¡Largo de aquí, estúpido mocoso! ¡Largo! —gritó, totalmente fuera de sí—. ¡Debería haberte regalado al nacer! ¡Bestia!

No entendía nada de lo que pasaba, así que asustado y en mi totalidad desconcertado, regresé rápidamente a mi cuarto a tratar de dormir. Tendido en mi cama lo único que quería era llorar. Sin saber por qué me sentía engañado, golpeado y herido en mi amor propio. No podía dejar de pensar en lo que había pasado y en los insultos que recibí de mi madre. No podía dejar de pensar en que ella no me quería y que antes prefería mil veces cometer vilezas con aquel hombre en su cama. Al final, logré conciliar el sueño una hora más tarde cansado de tanto llorar y tratando de hacer oídos sordos a los ruidos de su cama golpeando la pared que daba a la cabecera de la mía y a los gritos y gemidos de mi madre entremezclados con los de aquel extraño.

Al día siguiente desperté con los ojos legañosos y adoloridos. Bajé al salón comedor y le conté lo ocurrido a Roberta, mientras me servía el desayuno:

—Roberta, ¿mi mamá es mala? —pregunté con una duda que me aprisionaba el alma, esperando escuchar que no lo era.

—¿Po’ qué dice eso, mi niño? —preguntó a su vez Roberta, extrañada.

—Ayer la vi con un hombre en su recámara. Ambos estaban sin ropa —dije, recordando asustado y triste el incidente del día anterior.

La negra permaneció callada unos segundos, intentando disimular su nerviosismo y pensando muy bien lo que diría.

—No, mi niño, tu mamita no es mala —respondió, finalmente, con una sonrisa que a todas luces se percibía fingida—. El señó’ que tú vi’te ayé’ era un doctó’ que curaba a la amita —aseguró con la vista clavada en el contenido de la vasija de barro que tenía en las manos, luego me volvió a mirar con los ojos vidriosos—. Tu mamita te quiere mucho, mi niño.

Advertí de inmediato que mentía para salir del paso.

—Po’ eso la amita estaba desnuda. Pa’ que la cure el doctó’—añadió, intentando dejar muy en claro que lo que decía era verdad, mientras daba media vuelta y se dirigía a la cocina.

No le creí. Tan ingenuo no era. Y aunque ignoraba todo acerca del sexo —tabú que la Iglesia castigaba con tortura en el Tribunal de la Santa Inquisición—, algo me hacía pensar que mentía. Dudé.

Traté de olvidar el acontecimiento mas no pude. Mientras mi padre estaba fuera, aquello se volvería a repetir en constantes y numerosas ocasiones.

Pasaba el tiempo y muchas veces más volví a ser testigo del acto aquel que me dejó perplejo a mis cortísimos diez años. Mi madre lo hacía cada vez que mi padre no estaba en casa, digamos, casi siempre, dado que constantemente viajaba para ver el desarrollo de sus negocios, y tardaba semanas —incluso meses— en volver y su estadía en casa se resumía, apenas, a un par de días.

Seguía sin saber qué significaba el hecho de ver a mi madre desnuda gimoteando con cada uno de esos hombres. No estaba seguro de si sufría o no, pero a pesar de mi corta edad pude deducir que, de algún modo retorcido que no llegaba a entender del todo, ella lo disfrutaba, sino, ¿qué caso tendría que repitiera el acto aquel si no le gustara? Me constó que aquel primero que vi, y del cual jamás olvidé el rostro, no fue el único. Fui un niño confundido tratando de entender lo que, por alguna razón inherente a mi naturaleza humana, sabía que no era correcto.

Recalco que fueron muchos sujetos a los que vi entrar y salir de mi hogar cuando mi padre anduvo ausente. Recién al cumplir los dieciséis años descubriría y entendería, aunque no muy claramente todavía, de qué se trataba aquello del sexo.

Y no fue por la educación brindada por los jesuitas o los agustinos. En mi época la educación era clasista y de tipo moral, por tanto, era un privilegio sólo para la nobleza, entre los cuales también estuvieron en su momento los hijos del señorío inca y los hijos de los caciques. El pueblo no recibía ningún tipo de educación más que la de los padres, basándose exclusivamente en los oficios que desempeñaban. Todos los colegios pertenecían a diversas órdenes religiosas. La clase religiosa contribuyó eficazmente al fortalecimiento y organización del virreinato, no sólo con la evangelización de los «infieles» y la persecución de las herejías, sino también con la enseñanza de las diferentes artes y oficios sobre cultivos y obrajes. Las diversas materias impartidas no tenían un patrón preestablecido. No había ninguna norma para ello. No existía, como hoy, la educación primaria ni secundaria, es decir, no había diferencia en los diversos grados de ilustración educativa. La particularidad era que la enseñanza se basaba en el «memorismo» porque todas las clases debían de aprenderse de memoria, sin omitir palabra ni detalle alguno, lo que constituía una verdadera tortura mental, al menos para mí. Recuerdo que se prohibía que practicara el raciocinio. Las lecciones se repetían insistentemente e iban acompañadas de una disciplina abrumadora, existiendo los castigos corporales como método pedagógico de enseñanza.

Como hijo de lord Blaine, amigo cercano de la máxima autoridad del virreinato, me fue impartido un tutor educativo particular, quien asistía todos los días —salvo los domingos— a mi hogar a educarme. Si no fuera por aquello hubiera tenido que compartir amistad y castigo con otros púberes de la nobleza. Por alguna razón, quizás por influencia de mi padre, a mí no se me castigaba. De todas formas no hubiera sido necesario, porque las lecciones estaban siempre grabadas en mi memoria a pesar de la dificultad que ello representaba.

Con respecto a mi conocimiento referido a las relaciones sexuales, como es de suponerse, con la estricta modalidad educativa, fue aprendido de otro modo. En casa había una extensa biblioteca llena de libros antiguos y modernos, entre los cuales había algunos que tocaban el tema. He ahí mi fuente para conocer la reproducción humana, por lo menos teóricamente. Gracias a la amistad de mi padre con la máxima autoridad política de la colonia y las constantes fortunas donadas a la máxima autoridad eclesiástica, la biblioteca no fue presa de una incursión y posterior incineración de su material.

Si nunca supe nada acerca del sexo, antes de mis investigaciones y mis lecturas, se debió a que nunca tuve amigos con quien conversar al respecto por el simple hecho de haber sido educado en casa. Mi educación me apartaba de la idea de salir de casa para no hacer nada, entiéndase esto último como conversar con los amigos —de los que carecía— sobre sus andanzas en la materia. También era un completo ignorante con respecto a las mujeres. La única que conocía fuera de mi entorno y con quien había amistad era Gloria, pero, a pesar de la confianza y los años de conocernos, la respetaba tanto que me hubiera sido imposible hablar sobre el tema en cuestión, además de saber obvio que un caballero no debía de insinuar, siquiera remotamente, la posibilidad de tener una conversación erótica con una dama, ni aunque las propias curiosidades de la juventud me llevaran a sentir la necesidad de hacerlo. Para eso estaban los amigos, ausentes en mi juventud humana.

Fui un adolescente demasiado tímido para mi edad y mi tiempo, mientras que Demetrio era todo lo contrario, muchacho desenvuelto y por demás conocido entre el resto de esclavos como el más grande especialista en desvirgar a las jóvenes esclavas del barrio. El mismo Demetrio me contaba sus aventuras con las mozuelas esclavas y las hijas de las sirvientas —incluyendo una aventurilla con una doncella española— mientras yo sólo lo escuchaba con mucha atención, fascinado, tratando de entender qué tipo de placer podría sentir un hombre introduciendo su miembro dentro de una mujer. Era extraño que no pudiera entenderlo a pesar de tener los propios impulsos en mí, la curiosidad y el fuego de la pasión carnal calentándome por dentro. La ferviente instrucción católica que me fue inculcada desde la niñez, además del rígido sistema educativo que recibí, me impidió, quizás inconscientemente o quizás por miedo, a ser un pecador sin remedio, tocarme indebidamente aunque la libido me matara y yo no entendiera qué sucedía; que no entendiera por qué demonios amanecía por las mañanas tan dispuesto a hacer algo que no sabía bien qué era, pero intuía que ya no era algo que deseara hacer por placer, más bien por necesidad. Pese a todo y por la edad que mi vida humana cargaba sobre sus frágiles hombros, tenía las hormonas —como se dice hoy en día— intensamente enloquecidas en la espera de quien pudiera satisfacer esa clase de apetitos, pero mi apatía me halaba hacia abajo, a permanecer sin hacer nada al respecto.

Siempre fui un muchacho muy delgado y quebradizo. En diversas ocasiones fui agredido por la joven plebe limeña al salir solo a dar un paseo o a leer en el parque. Me llovían guijarros, carozos y hasta tierra. Después de todo, la gente de pueblo siempre odiaría a alguien como yo; siempre odiarían al aristócrata bien vestido que come en vajilla de porcelana china con cubiertos de plata… como si aquel hubiera sido mi deseo, nacer con ese grado de nobleza, o como si hubiera querido que ellos crecieran sudando hasta la última gota de sudor para llevarse a la boca un mísero pan duro.

Entonces, cuando aquellos muchachos querían atacarme, Demetrio aparecía y me defendía, agrediéndolos de vuelta solo con insultos que lograban su cometido. Joven sano y muy fuerte para su condición, veloz y alto. Así era mi hermano. Él solo podía contra dos o tres muchachos de nuestra edad o quizás hasta algo más grandes. Me resguardó muchas veces del abuso de la muchachada pobre de la capital del virreinato peruano, en ese entonces poblado de esclavos, indígenas, españoles, mestizos, zambos y demás razas. Todas nos odiaban.

Volviendo al tema de mi descubrimiento sexual, gracias a las detalladas explicaciones de estos libros, deduje tras sus lecturas que mi madre mal procedía. Comprendí lo que conllevaba consumar la cópula, incluyendo el enamoramiento, además del sexo reproductivo y demás menesteres previos al sucumbir sobre el lecho, desnudo, con un compañero que también debiera desearlo.

Un libro en especial, moderno para la época, escrito en italiano y que con mucho esfuerzo pude entender, me reveló, por cierto, que las columnas base en una relación de pareja no arreglada por los padres, son la comunicación, el respeto y la dignidad, pero, sobre todo, la moral y la ética. Mencionaba, además, detalles sobre la dote y legislación matrimonial que omití por desinterés, enfocándome sólo en lo antes mencionado.

Encerrado por muchas horas y varios días leyendo ávidamente los libros que en cualquier otra biblioteca hubieran estado prohibidos, caí en una pequeña e irrefutable conmoción al informarme todo lo que pude acerca de una relación, amor y sexo y comparar todos aquellos valores con el comportamiento absurdo y lúbrico de quién me parió. Probablemente el lector podría pensar que nadie sería tan ingenuo como para no saber a los dieciséis lo que es el amor de pareja, además de las relaciones sexuales, pero en aquélla época, lo que muchos jóvenes nobles ignorábamos del todo o casi todo, la gente plebeya, sobre todo los mestizos jóvenes y esclavos, lo conocían más que cualquier tutor o maestro en las artes de educar mozuelos de alcurnia. Deben de tener en cuenta que en ese tiempo las relaciones no se manejaban como hoy, ya que existían múltiples maneras de unir a dos personas, sea por arreglos de los padres con el fin del matrimonio y muchas otras cosas que no viene al caso mencionar ahora.

Un día que mi maestro de piano no fue a la casona —un alemán, quien se supone que había perdido un pariente— decidí salir a dar una vuelta por los alrededores, para variar, solo. Era una tarde soleada, bonita y tranquila de otoño. El típico cielo gris de Lima se tornó celeste claro y me gustó. Cavilando mientras oía las suelas de mis zapatos contra el suelo de guijarros de la calle, caminando a paso lento, llegué a la conclusión de que no sabía qué hacer con mi vida; es decir, tenía todo lo que cualquier persona de la época —incluso de esta— hubiera querido; pero estaba aburrido de existir así, me sentía vacío, sin emociones, sin el amor de la madre, más bien de madrastra, lo cual me llevó a pensar que muchas veces la vida es injustísima con algunos y que, pese a que yo nunca le había hecho daño a nadie, sabía que en algún lugar existían personas muchísimo más buenas de lo que yo podría llegar a ser jamás y que merecían la cómoda vida que me fue otorgada sin avisarme, quizás sin ser merecedor de tanto.

Para mí todos los días eran lo mismo. Sentía que me faltaba algo para estar completo, quizás amigos, quizás el amor de alguna púber o quizás el amor verdadero de mi madre, por quien guardaba un discreto rencor, sin jamás haber entendido por qué parecía odiarme tanto. ¿Acaso yo no era sangre de su sangre, carne de su carne? No podía entenderlo y, a fin de cuentas, tampoco quería. «¡Qué se largue con sus amantes al mismo infierno si así lo quiere!». Sólo quería que me dejara vivir en paz en mi hogar con Demetrio, Roberta y mi padre, cuando el día en que tuviera que volver a viajar llegara y viviera en casa por siempre, siendo todos muy felices.

Un doncel desdichado transitaba por esa calle.

Después de tanto pensar llegué, casi sin darme cuenta, al parque —más parecido a una arboleda—, ubicado no muy lejos de casa y me senté en una de sus bancas de madera tallada. A media tarde el ambiente era agradable y apacible. El lugar se mostraba cubierto de árboles que daban sombra a casi todas las bancas. Había una fuente de agua en medio donde las palomas se alborotaban y comían el grano o las migas que algunos niños dejaban caer. No era como los parques de hoy, rodeados de edificaciones de aspecto frío. Alrededor de donde me hallaba había cuatro caminos, cada uno con dirección a un parte distinta de la ciudad. El más angosto de ellos daba a la vía cuya dirección dirigía al centro de la ciudad.

La ciudad de Lima no era muy grande en aquel entonces, y casi toda la «civilización», por así decirlo, estaba alrededor del centro de la ciudad, en donde se ubicaba el Palacio del Virrey, así como otras instituciones importantes de la época. La Basílica estaba a la vista en todo su esplendor, quitándole cierto espacio a los jardines que la adornaban. La Plaza Mayor estaba, casi siempre, llena de gente, entre aristócratas y vasallos, vendedores ambulantes y pregoneros. En la fuente central, los niños jugueteaban en el agua para apaciguar el calor del día en el verano o bien se ensuciaban con el suelo enlodado por la garúa en el invierno.

Pero yo vivía alejado de todo ese bullicio. La zona en donde residía era exclusividad de la nobleza y tenía el mar cerca. Enormes mansiones, casonas y caseríos hechos al estilo navarro y andaluz adornaban esa franja. Las plantas colgantes y los rústicos balcones impresionaban por su hermosura, distinta de la citadina que, a pasos agigantados crecía, expandiéndose ferozmente con propia personalidad.

El único parque de aquella, mi jurisdicción, distaba mucho de cualquier otro que hubiera visto. Robles y helechos encerraban su derredor. La pequeña capilla, cercana también, daba un aspecto calmoso al vecindario. El único ruido notorio era el de los carruajes, con el característico traqueteo de sus ruedas y los cascos de los caballos repiqueteando sobre las grandes piedras incrustadas en la tierra. Apenas dos guardias reales o «alguacilillos» como los llamaban por ser meros subordinados de los alguaciles, resguardaban la zona sobre sus bestias, en vista de la notoria y aparentemente perpetua tranquilidad del barrio.

La casa de Gloria estaba a algunos pasos del hermoso parque, cerca de uno de los cuatro caminos y podía verse desde mi posición. Supuse que quedarme a reposar en tan sereno jardín menguaría en algo mi pesar; sentado sobre la tibia madera de la banca. Mientras miraba a las palomas volar y a esas pocas personas pasar, no podía evitar distinguir ese destino al que no quería ignorar. Continué ensimismado en los pensamientos, pero se desviaron un tanto de los originales, con los que salí de casa. Cavilaba respecto a lo extraña que era mi vida a esa corta altura, pues a mis apenas dieciséis, sabía muchas cosas terribles que antes ignoraba acerca de mi familia. ¿Mi madre?: una perra, sin más ni más, y sin sentir pesar al pensarlo; ¿mi padre?: un hombre muy bueno al que veía poco o nada y al que quería desengañar diciéndole la clase de mujer que era su amada Josefina; ¿y yo?: un idiota. ¿Por qué un idiota? Por no evitar que aquellos canallas mancharan el poco honor que le quedaba a mi madre y que profanaban el escudo de mi apellido.

De pronto tuve un arranque de ímpetu y me propuse algo.

«De ahora en adelante, mi misión será evitar que actos denigrantes y sucios vuelvan a suscitarse en mi casa. Si Josefina quiere encamarse con alguien, pues que lo haga, pero lejos de mi hogar».

Con la mente sumergida en esa inmensidad de ideas y conjeturas, Gloria —ya con catorce años a cuestas—, habiéndome visto desde su balcón se me acercó. No me había dado cuenta.

—¿Rodrigo?, buenas tardes —saludó, con una sonrisa, sorprendiéndome—. ¿Por qué tan solitario? Estás molesto… Tu gesto encogido no me engaña.

En los años recientes habíamos perdido la confianza y total sinceridad de la niñez. Digamos que, a pesar de seguir llamándonos amigos y vernos continuamente por nuestra cercanía, el crecer hizo que nos alejáramos un poco en cuanto al trato, quizás sin querer, debido a los intereses que fueron creciendo en cada uno de nosotros. Es muy probable que con la edad, particularmente yo, me sintiera un tanto nervioso con su presencia ya con la ingenuidad de la infancia lejana y con la duda de la adolescencia a cuestas.

Se sentó a mi lado, hecho que, como era de esperarse, me alteró un poco, poniéndome nervioso. Se colocó en una posición que permitió que nos viéramos de frente. Colocó las manos sobre su regazo.

Con una inesperada confianza, salida de no sé dónde, quizás de mi tristeza, busqué las palabras indicadas y sin que ella me lo pidiera le narré como mejor pude todo lo que había descubierto sobre Josefina desde aquel décimo cumpleaños —en que ella estuvo presente y no pudimos jugar con Demetrio—, detalle a detalle, punto por punto, deteniéndome apenas para tomar aire y evitar llorar de cólera o que ella notara que mi molestia era capaz de hacerme llorar.

—Lo que me dices es terrible, Rodrigo. Es muy duro lo que has tenido que soportar. ¡Pobre de ti! —exclamó, mientras me miraba de lado, con pena, acariciándome el rostro—. ¿Por qué no me lo contaste antes?...

La familiaridad que solíamos tenernos fue insuficiente para contarle semejante indignidad, cuán aplastante era, y que me hacía sentir avergonzado, ajena y propiamente de ser hijo de aquella señora tan deplorablemente hermosa y paupérrimamente descorazonada. Cuando entré en mayores detalles no supo qué decirme. Pude verlo en su perfecto rostro, en la mirada dudosa.

—Veo que, desde hace ya algún tiempo, todo ha sido tristeza en tu vida —agregó, mirando con abatimiento hacia el suelo, enredando sus deditos—, pero recuerda que tienes a Roberta. Ella es como si fuera tu mamá, me consta —dijo con convicción—. Y no olvides a Demetrio. Él siempre ha sido como tu hermano, incluso yo lo considero así, al no tener ninguno.

La miré, sin saber bien qué responder. Sentí a mis ojos llenarse de lágrimas.

—Rodrigo, siempre te apoyaré en cualquier problema que tengas—añadió, risueña—. Trataré de estar siempre pendiente de ti. ¡Yo te quiero mucho, tontuelo! Deja de pensar en cosas malas.

Con mucho trabajo contuve las lágrimas, evitando que estas se deslizaran por mis mejillas. Fue entonces que noté, por primera vez, lo madura y centrada que era para su corta edad. No me había percatado en qué momento había dejado de ser la niña que jugaba conmigo y con Demetrio a escondidas. Ignoraba en qué momento dejó de ser esa delgada y frágil chiquilla que ahora, convertida en una belleza primaveral, me consolaba con sus palabras. No me percaté en qué momento quedé atrapado en un hoyo negro que me hizo perderme de aquel florecimiento.

—Me voy a casa —dije un poco fastidiado—, no me gusta andar fuera.

—¡Qué extraño eres! A ninguno de mis otros amigos les gusta estar en casa.

—Yo no soy así —musité parcamente—. Tengo hambre, es todo.

—¿Te acompaño? —preguntó con una sonrisa tan hermosa como inocente que me estremeció.

—¿Cómo? ¿Una damisela escoltando a un hombre en su morada? —pregunté, casi indignado.

—No seas tonto, vivimos muy cerca. No me importa. Yo quiero caminar contigo del brazo —dijo con un gesto de falsa molestia, casi imperceptible.

—Bueno. Sí así lo prefieres…

Caminando de vuelta a la residencia de mis padres en compañía de Gloria, justo en el momento en que me despedía de ella, vi un carruaje detenerse frente al portón principal. ¡Maldita sea!, era el tipo al que recordaba revolviéndose con mi madre en el día de mi décimo cumpleaños. No lo había visto desde ese 6 de junio del 1759.

Habían pasado cerca de seis años desde el evento, pero yo aún lo recordaba con el mayor de los resentimientos, en carne viva. Al parecer, este hombre se había enterado que, una vez más, mi padre no se hallaba en el país y volvió a la búsqueda de calmar sus apetencias con la perdida mujer que nunca fue mi madre.

Sin terminar de decirle adiós a Gloria comencé a correr hacia él tan rápido como pude.

—¡Rodrigo! —gritó Gloria, llena de espanto.

Estaba dispuesto a golpearlo hasta morir, por dejar mal parado el apellido de mi padre, por reírse de él a sus espaldas en complicidad de la mujer esa. Él me vio venir y se sorprendió. No me había visto desde ese cumpleaños.

—Hola Rodrigo. ¡Mira qué grande estás! —dijo con una hipócrita sonrisa retorcida esperando que me detuviera y le devolviera el saludo.

Yo seguía corriendo hacia él, haciendo caso omiso a sus palabras.

Antes de que siquiera intentara articular otro vocablo, sin detener mi carrera, le propiné un señor puñetazo en la mandíbula. Fue tan fuerte el golpe que lo envié al suelo, arrojando su sombrero para un lado y el bastón para el otro. La ira que provocó su cinismo no me permitió advertir la fractura de dos dedos de mi mano derecha. Pienso que, seguramente, la adrenalina engañó a mi cerebro y no me causó dolor alguno en el preciso instante; dolor no había, si algo me llenaba era mi propia respiración palpitando en mis oídos, como la agitación de un caballo cansado.

—¡Contrólate! —gritó Gloria a lo lejos corriendo hacia mí.

Pero ni ella ni nadie podrían evitar lo peor. Muy a mi pesar debo exponer que cuando me refiero a «lo peor» hablo de lo que me tocó, y es que aquel sujeto se repuso del golpe recibido y, furibundo, me embistió, tumbándome al suelo, haciéndome caer de espaldas sobre el camino empedrado que, fácilmente me fracturó un par de costillas en el acto. Gloria gritaba; los pudientes vecinos se asomaron por sus respectivos balcones, a través de los que podían observar sin ser detectados, buscando qué comentar a la hora del entremés, como siempre, tratando de contar el chisme más original que pudieran recordar. Mientras tanto, yo no podía hacer nada para evitar que aquel tipo me dé una soberana paliza. Recuerden que yo apenas estaba mis dieciséis y era un joven nada fuerte. Él, en cambio, era un corpulento hombre de más de cuarenta años. Me percaté de ello tras, desesperado, rasgarle el chaleco y ver el velloso pecho musculoso. Me golpeó tanto que, al fin, perdí el sentido.

Lo que narro a continuación se debe a Gloria, quien me describió los hechos acontecidos posteriormente. Mientras estuve desmayado vinieron algunos soldados de la guardia —advertidos por algún vecino— y se lo llevaron detenido hasta las mazmorras del centro. Eulogio —un fiel sirviente de la familia—, Demetrio y Roberta me llevaron en vilo a mi recámara.

Recién a la tarde siguiente pude volver en mí, y a la primera persona que vi fue a la dulce de Roberta, de rodillas al pie de mi cama, con un rosario entre las manos. ¡Qué alegría sentí! A mi lado izquierdo estaba la hermosa niña durmiendo en una silla mecedora. ¡Pobre! Se había pasado la noche en vela cuidando de mí, y es que toda la madrugada estuve como muerto, desparramado en la cama sin mover un dedo, completamente inmóvil. Roberta se sobresaltó de alegría al verme despertar; entonces, sacudió con cariño a Gloria para avisarle que ya estaba consciente.

Los dolores de los huesos rotos y los hematomas me hicieron morder con fuerza y apretar los puños, pero al ver a Gloria se me olvidaron todos los dolores, al menos por un rato breve. ¡Qué linda la vi! Allí sentada en ese mueble, con la belleza que a veces da la somnolencia a un rostro tan agraciado como el de ella. Caí en la cuenta de que me quería más de lo que había demostrado, y si bien Demetrio era como un hermano sin serlo en realidad, entonces podría haber considerado a Gloria como una hermana; sin embargo, no lo concebía. Inesperadamente supe que los síntomas de enamoramiento leídos de los libros aquellos, eran algunos de los que estaba sintiendo yo, postrado patéticamente sobre mi lecho con el cuerpo molido. Mi corazón latía más rápido y me sentía nervioso y un poco angustiado. Cuando me hablaba de cerca, el olor de su cabello me atrapaba y su mirada me derrotaba.

¿Acaso la amaba así? ¿Cómo saberlo si nunca antes había amado a alguien de otro modo que no fuera el amor que sentía por Roberta, Demetrio o mi padre? Me pareció inadmisible el jamás haberme dado cuenta de que la amaba, pero, ¿la amaba? Lo peor de todo era que aquellos síntomas de enamoramiento había comenzado a sentirlos desde hacía ya un tiempo prudencial, pero no había querido darme cuenta abstraído en mis dilemas existenciales. Aún hoy me pregunto ¿por qué me demoré tanto en reconocerlo?

Languidecido en esa cama y viéndola despertar de aquel —incomodo, quizá— sueño no muy profundo, sentí de pronto la imperiosa necesidad de abrazarla y decirle lo que sentía, pero pensé, a la vez, que no tendría el valor de hacerlo, y que lo más probable sería que ella me rechazara de cuajo, argumentando que no me ve sino con los ojos de una amiga, o en el peor de los casos, que ve en mí el hermano que nunca tuvo.

Si me fuera permitido describir tamaña belleza no acabaría nunca, así que está por demás mencionar que la breve descripción que haré de ella, como la recuerdo a esa edad, es objetiva hasta cierto punto, con la subjetividad que me permito al recordar el amor que sintió por ella mi púber corazón enamorado. Dispénseme por ello:

Su color de piel, rosado, ligeramente pálido. Cabello flameado, castaño claro, casi rubio, hasta la cintura, atado por cintas bordadas en moños discretamente diseñados para mostrar su hermosa faz; de formas femeninas aun con su edad, siendo, pese a ello, de complexión delgada; su rostro, ¡oh, su rostro! cuán fino, como dibujado por trazos delicados de inspirado artista; ojos grandes y almendrados de color verde aturquesado, como el agua de mar; la nariz, pequeña y respingada. La boca, digna de ser esculpida por Miguel Ángel con el mayor tesón. La expresión de su cara era una mezcla de inocencia oculta e instintiva sensualidad. Cuando la hacía sonreír —casi siempre sin querer— deseaba permanecer observándola y morir abrazado del sonido de esa tierna risita que acompañaba la mueca de su rostro; sus dientes eran del color de la luna que embriagaban mi sentido de la realidad y sus pestañas casi como si fueran artificiales. Su nombre completo: Gloria Isabel Dizaine de la Peña y Jiménez. Su apellido paterno se debía a su ascendencia francesa y el materno a que su madre era noble mestiza. Ella había heredado la mezcla perfecta entre la clase de la damisela europea y el incandescente furor de un beso dado por la mestiza más ardiente.

Mi madre se enteró de lo que pasó con su amante. Ni siquiera por tal motivo se preocupó por mí. Anduvo más inquietada por el individuo que casi acaba con mi vida a golpes. Sólo Roberta se mantuvo en ascuas por mi salud, como si fuera un hijo más de sus entrañas. Curó mis heridas y alivió mis dolores. Por otro lado, Demetrio me hacía reír con sus historias y Gloria me alegraba con su sola presencia, sobre todo, con su bellísima sonrisa. Cuando llegó mi padre también se consternó por lo sucedido y se alarmó por mí, ignorando, por cierto, el motivo real de mi estado, creyendo que fue un accidente de caballo, lo cual nadie se atrevió a desmentir. Cada vez que me quejaba de algún dolor llamaba de inmediato al médico de la familia. Eulogio, inclusive, que era uno de los sirvientes con quien menos confianza tenía, iba a la habitación a saber de mí. Hasta las sirvientas con las que no hablaba se acercaban buenamente a saludarme y me preguntaban si se me ofrecía algo. Todos menos mi madre. Sólo entró a mi cuarto una vez:

—¡Estúpido! ¡Nunca vuelvas a hacer algo semejante! —vociferó Josefina—. Si llegas a decirle algo a Joseph… ¡Te mandaré matar! ¿Entiendes?

Yo no le tenía miedo ni a ella ni a sus amenazas. Estaba tranquilo conmigo mismo, y es que aunque fui muy golpeado, al menos sabía que su amante de turno no se olvidaría de mí ni del único puñetazo que le propinó ese frágil mozalbete.

Cuatro días tuvieron que pasar para poder ponerme de pie y aunque cojeaba un tanto y permanecía con algunas costillas fisuradas, podía caminar con cierta soltura. Mi primer acto como hombre pseudo-curado, fue agradecerles a todos quienes se acordaron de mí durante mi estadía forzada en cama. Lo segundo sería ir a buscar a Gloria para agradecer sus atenciones, su preocupación y su cariño.

La tarde llegaba a su fin y el sol cumplía con marcharse. Tras llegar a su residencia, toqué la puerta y salió su madre al zaguán. La señora me conocía de toda la vida y confiaba en mí y se figuraba que el cariño entre su hija y yo se remitía al de hermanos. Por ello no llamó a la chaperona para que nos acompañara.

Salimos a caminar un rato por los alrededores. La tarde estaba hermosa, aunque algo fría. Hermosa tarde, sí, pero no más que Gloria. Nada podría tener belleza superior.

Nunca antes me había enamorado. Me sentía bastante extraño. ¿Cómo saber si estaba enamorado? Durante sus momentos de ausencia, cuando me encontré en cama, no pude dejar de pensar en ella un instante, sentía que la necesitaba cerca. Era una bonita sensación, pero rara y un poquitín dolorosa, sobre todo cuando imaginaba que, probablemente, aparte del mutuo cariño, nada más ocurriría entre nosotros. Cada vez que cerraba los ojos ahí estaba ella, sonriéndome. Y podía sentir su aroma en mi memoria. Puedo jurar que así era. Tenía la imperiosa necesidad de verla, de abrazarla. Cada inhalación de aire era un suspiro. Y ahora que estaba cerca de ella me temblaban las piernas y sudaba frío.

¡Vaya! Si eso no es estar enamorado, entonces dígame usted qué es.

Salió y me recibió con una sonrisa, desarmándome. Tomó mi brazo y fuimos a la alameda a conversar. Teníamos vista al mar, ese mar al que respetaba tanto cada vez que lo veía, con toda el agua que mis ojos no llegaban a abarcar. El cielo gris, ligeramente anaranjado por la hora cercana a la puesta y la brisa, acrecentaron la sensación de frío que, a su vez, incrementaba mi nerviosismo. Nos sentamos en una banca de madera y metal que lucía un poco descuidada, roída por el óxido del mar cercano.

Por el lado derecho se divisaba un puerto con muy poco movimiento y unas cuantas barcazas que usaban los esclavos para pescar para sus amos. Al lado izquierdo se observaba un pequeño islote conformado por grandes piedras negras en cuyo centro había una cruz de madera un tanto inclinada y bastante desvencijada, abandonada.

—Mira el sol, Rodrigo. Me pregunto, ¿a dónde irá cuando se esconde?

—¿Quién podría decirlo con certeza? —pregunté a mi vez, parcamente. Era una manera de ocultar mi intranquilidad.

—Mi abuelo solía decir que el mejor artista de todos es Dios —dijo, sin dejar de mirar el cielo, luego suspiró.

—Nunca lo había visto de ese modo —respondí sin mirarla. Estaba tan cerca de mí que mi respiración aceleró su velocidad y hacía lo posible porque ella no lo notara.

—Es algo que nunca notamos. Vivimos demasiado sumergidos en cosas menores —y tras decir esto volvió la mirada hacia mí.

—¿Y esas cosas menores son…? —pregunté extrañado sin dejar de mirar el mar, una barcaza, la cruz o el cielo, pero evitando su mirada.

—No lo sé, Rodrigo. Este lugar está patas arriba —afirmó Gloria y volvió a mirar con dirección al mar.

—Por Dios, Gloria. No sabía que eras filósofa, ¡me sorprendes! —dije y resoplé, intentando que mis palabras suenen más sinceras de lo que realmente eran y no como si estuviera tan tranquilo.

—En casa hay una biblioteca —dijo Gloria y volvió a mirarme—. No tan grande ni con la cantidad de libros que hay en la tuya, pero he podido leer algunos.

—Había olvidado lo curiosa que siempre fuiste desde pequeña.

—Siempre. Aún lo soy.

Sonrió. Sentado frente a esta computadora me pregunto hoy, ¿cómo era tan perspicaz a esa edad? La juventud de hoy es perspicaz y eso me hace pensar que Gloria era distinta a las jóvenes de su época y edad.

De pronto, una ola de ese sentimentalismo me invadió y dije con toda mi sinceridad y una leve sonrisa:

—Gracias por estar allí cuando estuve aquejado por los dolores de la somanta.

—Me preocupaste mucho —respondió. Se mostró muy preocupada— ¡Ese hombre pudo haberte matado!

Me miró con tristeza. Como recordando esos momentos tan amargos. Me di cuenta que, de cierto modo, me acompañó en mis dolores.

Por fin volteé la mirada hacia mi derecha y la miré a los ojos. Sentí su aroma hipnotizador más fuerte que de costumbre. Me sentía atraído hacia ella como un gran trozo de metal por el poderoso imán.

No podía dejar de pensar que tenía que hacer algo, no sabía bien qué, pero algo. Decirle lo que sentía. No sé si ella notó algo distinto en mí, si notaba mi nerviosismo. De haber sido así, no lo pude advertir.

—Eres bonito para ser hombre —dijo sonriendo, soltando una risilla cuasi imperceptible.

—¿Qué se supone que significa eso? —pregunté, con falsa irritación.

—Lo que dije: que eres bonito para ser hombre. La mayoría de los que he visto son feos.

Reí. Eso provocó que mis nervios se distendieran un poco.

—¿De dónde sacas esas cosas, Gloria?

—Fue algo que quería decir, más nada, Rodrigo —respondió y se encogió de hombros.

Buscaba el momento para acercarme más a ella. Tenía que besarla, pero se hizo tarde.

—Tengo frío —dijo.

—Vamos ya, es tarde.

—¿Puedes rodearme con tu brazo? —pidió mientras nos poníamos de pie. Lo dijo con una mirada tan honesta que me provocó ternura.

—Por supuesto.

Todo el camino de regreso pensé en la manera más adecuada para encorajinarme y expresarle mis sentimientos aunque estaba seguro de que no podría. Mientras reparaba en las pocas casas, los grandes árboles y las antiguas calles imaginé qué le diría. Viendo un pajarillo en un nido, en la cima de un árbol, pensé en que aquella avecilla tenía más coraje que yo.

La tarde menguó.

En el portal de su casa, sin saber bien cómo, resollé, me armé de valor y decidí que le diría todo lo que sentía por ella.

—Gloria, yo…

—¿Ocurre algo? —preguntó mirando directamente a mis ojos. Parecía ansiosa a la espera de que dijera algo.

—Yo… Yo…

—¿Sí?

—Yo te… quiero —dije, mientras todos los colores subían a mi rostro y el corazón me golpeaba el pecho.

—¿Y qué tiene de malo? Yo también te quiero —respondió con una sonrisa enorme.

—Es que no entiendes… Yo… te… amo…

La niña quedó en silencio. Parecía no escuchar pues bajó la mirada y se quedó enterrada en el suelo.

—Aún no soy un hombre —añadí, intentando arreglar la situación—, pero sé que puedo hacerte feliz por el resto de nuestras vidas. Dame esa oportunidad, eso es lo que quiero

Todo aquello lo dije con una extraña confianza en mí mismo que momentos antes no tenía.

—Hemos crecido juntos, Gloria —proseguí. Me asusté, pensé que había roto algo entre nosotros porque ella no respondía—. Este sentimiento lo llevo dentro desde hace algún tiempo. No puedo guardarlo más. Es tan grande que duele.

No sé de dónde provinieron esas palabras. Me faltaba mucho para ser un hombre hecho y derecho, aunque en aquel tiempo, los hombres se hacían hombres desde temprana edad.

—Gloria. Por favor… di algo. No importa qué, pero no te quedes callada, por favor.

De pronto alzó la mirada. Vi sus hermosos ojos turquesas, húmedos por el llanto contenido.

Antes de que se pronunciara, pensé que me diría que lo nuestro no podía ser. Que era imposible. Que éramos muy jóvenes. Que nuestras familias no lo habían acordado así. Que yo era el hermano mayor que nunca tuvo. Que…

—¡Yo también te amo, Rodrigo!

Hasta hoy, no recuerdo una mirada más dulce que aquella.

—Yo también me di cuenta que te amo. Siento que necesito estar a tu lado —agregó, con la voz entrecortada—. No sé cómo ni por qué, tampoco desde cuándo, sólo sé que te amo y que quiero estar junto a ti, siempre.

Me quedé mudo. Las palabras no salían de mi boca. Me temblaban las piernas y sudor frío me helaba la espalda.

—Estoy dispuesta a darte la oportunidad de hacerme feliz, así como yo también deseo hacerlo contigo, Rodrigo, y si alguien se opusiera no me importaría.

—Gloria…

Puedo jurar que nunca antes, hasta ese momento, me había sentido tan dichoso. Fue el momento más feliz de esa, mi antigua vida. Las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas por todo lo que estaba aconteciendo, por las palabras de Gloria; porque estaba dispuesta a andar conmigo por un nuevo camino, juntos. De sólo mirarla sentía que el corazón se me iba salir del pecho.

Qué pena. Ahora extraño esa sensación.

—Te quiero, Gloria —dije, feliz. De pronto, sin darme cuenta de la situación cambié de tema abruptamente, cegado por la incredulidad de lo que sucedía—. Pero ahora es tarde y tu madre puede enojarse si no entras. Una señorita como tú no debe estar a solas con un hombre y menos exhibiéndose, cuando ya está oscureciendo.

—¡Tonto! Mi madre te conoce desde niño. No eres ningún extraño.

—Por cierto, debo pedir permiso a tus padres para galantearte —dije con seriedad, pero luego sonreí, aún con el dulce sabor de la victoria, sabiendo que ella me quería y que podríamos estar juntos—. Creo que eso fue lo primero que debí de hacer.

—No importa. Podemos pretender que a partir de tu pedido me cortejarás. Nadie tiene por qué saber que nos amábamos de antes.

Antes de que pronunciara otra palabra, finalmente me atreví a tomarla entre mis brazos y besarla en los labios. Fue un beso tierno, suave, con amor. Nuestro primer beso; un beso lleno de inexperiencia y amor reprimido, entregándonos con inocencia y temor.

Si mi corazón no escapó de mi cuerpo fue porque tenía costillas —aunque maltrechas— que lo impedían.

Su madre la mandó llamar desde dentro. No quiso separarse de mí pero tenía que obedecer.

—Oh, Rodrigo, si tan sólo pudiéramos permanecer juntos —dijo con tristeza—. Hasta mañana, bonito.

—Hasta mañana, princesa. Y no olvides que te amo.

Cuando cerró la puerta, di un suspiro y me quedé largo tiempo mirándola, sabiendo que, tras ella, estaba mi felicidad para toda la vida. Una felicidad merecida.

Si no regresé a mi hogar dando saltos de júbilo fue para no verme ridículo, pero ganas no me faltaron.

Aquella noche dormí como nunca, incluso soñé con ella. En mi sueño nos casábamos y la felicidad rebalsaba. Vi que éramos los padres de cuatro niños preciosos. Lo más extraño de todo el sueño fue ver en él que mi madre me amaba, y yo la amaba de vuelta.

Al día siguiente, desayunando, le conté a Demetrio lo ocurrido. Mi hermano demostró su alegría mostrándome los blancos dientes. Roberta también quedó encantada:

—¡Ay, mi niño, pero qué alegría, usté’ y la niña Gloria juntito’! —dijo la buena de Roberta con las manos en las rechonchas mejillas.

—Debo pedir permiso a sus padres para cortejarla. Eso debí hacer primero. No creo que me lo nieguen.

—Yo sabía que ustedes tenían algo —añadió Demetrio, sonriendo con picardía—. ¡Desde chiquito’ mucho se miraban!— terminó de decir, soltando una risotada con su potente voz.

—Ya, hombre, compórtate —respondí con cierta sonrisa, aunque intentando mantenerme serio—. Estoy ansioso por lo que me espera. Burlarte de mí no ayuda.

Esa misma tarde iría a casa de Gloria. Sus padres me esperaban. Era costumbre que en casos como ése acudiera con mi padre, pero él no se encontraba en el país. En caso de que preguntaran por mi madre, diría que se encontraba indispuesta pero que contaba con su aprobación. Me vestí con el mejor traje que encontré y me dispuse a cumplir con la labor. Le pedí a Demetrio que, por favor, ensillara, preparara y sacara a Knight del establo. Era el caballo preferido de mi padre, de ahí su nombre en inglés. Su tamaño y el azabache de su pelaje siempre me causaron temor, pero quería demostrar que ya era un hombre y lo cabalgaría solo y por primera vez, además. Llegaría a casa de Gloria sobre el hermoso corcel.

No fue nada fácil montar el caballo de mi padre. Knight había sido criado y alimentado por él con un especial cariño. Yo jamás me había acercado a menos de diez pasos del animal. Siempre le temí pese a que mi padre, persistentemente, me pidió que lo acompañara a cabalgar por la ciudad. Yo prefería el carruaje, era más cómodo. Dos caballos con una mirada menos feroz me hacían sentir tranquilo, además, desde el asiento, casi ni los veía. Pero ahora, sin que aquel caballo tuviera la menor confianza en mí, estaba dispuesto a montarlo a como diera lugar. Era mi oportunidad de demostrarme que tenía el carácter suficiente para doblegar a tan portentoso animal.

Hubiera preferido caminar después de todo el esfuerzo que me costó montarlo. Ya sentado sobre la silla y con las riendas en mis manos, el dichoso animal decidió que no se movería un ápice.

—¡Arre! ¡Muévete! ¡Andando! —mandé en vano—. ¡Terco! ¿Acaso debo dejarte para montar al viejo de Sándalo? ¡No me ganarás!

Knight pareció entender lo que le dije. Si los caballos hablaran, probablemente éste me hubiera dado un orgulloso discurso, haciéndome saber que él era el mejor de todos y que era yo quien me hubiera perdido la oportunidad de lucirme con él de haber elegido a otro.

Un esclavo maduro que yo no conocía de nombre, pero pude recordar que pertenecía a mi familia, observó silencioso la escena. Lo vi mirándome a lo lejos.

—¡Oye tú, acércate! —ordené, molesto—. ¿Cómo puedo hacer para que este salvaje decida moverse?

—El amo Joseph le ha enseña’o unas palabras mágicas, amito.

—¿De qué hablas? —pregunté ofuscado—. Explícame eso.

—Verá, el patrón le ha enseña’o al Nai unas palabras pa’ que él camine, amito.

—¿Sabes tú que palabras debo usar para controlarlo?

—Po’ supuesto, amito. Yo mismo le he ayuda’o al señó’ a criá’ e’te caballito —dicho esto le dio dos palmadas en el lomo con suma confianza.

—¡Entonces dímelas de una vez que llevo prisa! —vociferé y le borré la sonrisa. Me sentí mal por ello y luego bajé el tono y le hablé con mayor cordialidad, sabiendo que estaba perdiendo los estribos —literalmente—.

El caballo seguía inerte debajo de mí, orgulloso, pedante, dando algunos pasitos sobre su sitio y sacudiendo la cabeza. Sabía que, de haber querido, con un movimiento me hubiera lanzado a varios metros.

—Amito ¡Yo no sé po’ qué el señó’ le ha enseña’o a Nai esa’ palabras! En su idioma de su tierra del señó’ le ha enseña’o —dijo, casi indignado.

—Vamos, hombre ¡habla ya, madre mía!

—Pa’ que el caballito camine usté’ debe deci’le: gou.

—Entiendo. El caballo sólo obedece órdenes en inglés. Gracias a Dios que mi padre me enseñó algunas palabras, sino, estaría perdido —dije más para mí que para él, algo aliviado.

—Pa’ que el negrito ya no camine usté’ debe deci’le: estop

—Go y stop ¿Algo más que recuerdes?

—Pa’ que corra hay que deci’le: ran y pa’ que se quede quieto: güei. Eso sería to’ lo que yo conozco del Nai, amito.

Se me había complicado un poco el asunto. En aquella época el inglés no era popular, mucho menos, la lengua comercial del mundo. Apenas conocía algunas palabras en quechua por la educación recibida. A pesar de todo, pensé en que, si aquel viejo esclavo podría recordarlas ¿por qué yo no? Era joven y en mi memoria aún había bastante espacio.

—Go, stop, run y wait. No lo olvidaré. Gracias por decírmelo; a propósito ¿Tu nombre es…?

—Maltín, amito. Así me llaman.

—Entonces, gracias, Martín.

Se marchó el esclavo. Ahora sólo me quedaba intentar lo que había dicho. Lo único que había logrado que el animal hiciese era girar la cabeza cuando yo jalaba de alguna las riendas.

—¿Go?

El caballo comenzó a andar. Una sonrisa de satisfacción iluminó mi rostro. De ahora en adelante bastaría con ser cordial con el caballo para así ganarme su confianza.

Y así fue. Knight, desde aquel momento, y todavía sin saberlo, formaría parte de mi vida.

Cabalgando tranquilo por las calles, sin prestar mucha atención al camino, pensé, más o menos, todo lo que diría en casa de Gloria. Me enorgullecía saberme preparado.

Llegué en aquel caballo negro, elegantemente ataviado y listo para hacer lo que debía. Pero, al bajar de Knight, sentí de nuevo una especie de inseguridad invasora. Ya estaba ahí, frente a la casa. Nervioso, toqué la puerta y Gloria misma salió a recibirme, ganándole el paso a la sirvienta que era quien debería haber atendido.

—Todo va a salir bien —susurró Gloria, sin que sus padres lo notaran. Me dio un suave beso en la comisura de los labios para darme confianza y hacerme ver que no había nada de qué preocuparse.

—Y así no salga bien, igual te amaré por siempre —dije, resuelto—, aunque el mundo entero se oponga y tengamos que huir por siempre de aquí.

—Dios, eres un serafín, Rodrigo —añadió con una expresión tierna. Si sus padres no hubieran estado tan cerca, seguro que me volvía a besar.

Hice la venia respectiva ante los padres de Gloria.

—Por aquí, Rodrigo —indicó la madre, invitándome al salón comedor.

—¡Bienvenido, hijo! —agregó el padre.

Sentado y acomodado en el salón comedor de la familia Dizaine empecé con mi tarea, la cual tenía que ser llevada a cabo antes de cenar.

—Rodrigo —dijo el padre seriamente—, sé que quieres mi aquiescencia para cortejar a mi hija.

—Así es, señor. Usted me conoce lo suficiente y sabe que soy un hombre derecho —respondí y me sorprendí de haber dicho «hombre» en lugar de algún otro término que denotara mi juventud.

—Pero, ¿es que quieres galantearla y nada más? La determinación de tu mirada me dice que tienes fines más serios.

—Señor, con toda la humildad que me permito, le digo que si por mi fuera me casaría con su hija en este momento.

—¡Diantres!, calma, hijo. El camino aún es largo. Yo quiero saber cuáles son tus pretensiones.

Gloria estaba muda. La noté un tanto nerviosa en su sitio. La madre intervino:

—No pretenderás hacer de esto un requiebro y no más, ¿verdad? —preguntó acuciosa, doña Mercedes.

—Con todo respeto, señora mía —respondí, realmente con todo respeto—, mi única pretensión es amar y respetar a Gloria por todo lo que me quede de vida.

La doña mostró una expresión de sorpresa y ternura.

—Me hubiese encantado que tu padre estuviera presente —dijo el señor de la casa, reflexivo—. Lástima que siempre ande ausente.

—Mi padre será el más feliz con nuestra ventura —aseguré, porque, de hecho, era cierto—. En cuanto a mi señora madre, su aprobación es legítima y ruego dispensen su ausencia por encontrarse un tanto indispuesta. Usted la conoce ya, señora…

Ambos se miraron e hicieron un gesto que no pude descifrar.

—Los bienes y caudal de la dote están a buen recaudo. Estábamos preparados para cuando llegara el momento —afirmó don Alonso—. Si no eras tú quien proponía cortejarla, es muy probable que se hubieran arreglado las nupcias con el hijo del marqués Ponce y Gutiérrez, lo cual estaba previsto, todavía, para el próximo año.

—Entonces nuestro Dios Todopoderoso nos permitió actuar con premura, caballero.

—En efecto, Rodrigo… Queda arreglado, entonces —dijo don Alonso con un tono de seguridad, algo cortante, aunque con la mirada algo extraviada, como si le hubiera respondido a alguien invisible. Luego, posó su mirada hacia la mía—. Sabes, hijo, que normalmente los convenios para el matrimonio suelen ser posteriores al galanteo, pero éste es un caso diferente. Conocemos a tu familia de muchos años, son amigos nuestros y nos complace esta unión.

—Y es que como le dije antes, mi estimado don Alonso, si por mí fuera desposaría a su hija hoy mismo —dije, y sentí que había dicho algo muy atrevido.

Gloria permanecía callada, observando todo. Sentada al lado de su madre advertí de quien había heredado la mística belleza.

—Entonces, cuentas con mi consentimiento, Rodrigo. Te pido calma y que no apresures los hechos. Me molestaría (y mucho) que mi hija fuera infeliz. No es costumbre el noviazgo largo por estas tierras y creo que deberían recorrer esta senda, juntos, luego veremos su porvenir.

Gloria interrumpió:

—Padre —dijo, y el tono impetuoso de su voz decayó al darse cuenta de su hablar agitado—, le aseguro que no hay nada que desee más que caminar del brazo de Rodrigo.

—Entonces no hay más que decir —un expresión amable iluminó el rostro de don Alonso—. El joven Rodrigo Blaine de Quijandría y mi hija se casarán cuando lo decidan. Así es, querida, eso mismo acabo de decir: cuando ellos lo decidan. No es menester interponerme en sus decisiones. No quiero pecar de anticuado… Que la comida les haga buen provecho.

Se puso de pie. Alegó que tenía un asunto urgente que atender en la Casa del Virrey y lamentaba no poder quedarse a celebrar por la felicidad venidera.

—¿No te quedas a cenar, querido? —preguntó doña Mercedes, algo contrariada.

—Qué más quisiera yo que compartir este momento con mi adorada señorita, con la niña de mis ojos. Sabes que, aunque quisiera, no puedo; es de suma importancia que me marche —se acercó a su esposa y luego a Gloria y les dio un beso en la frente a cada una de ellas—. Felicidades —concluyó, tomó el poco vino que quedaba en su copa y se marchó.

Cenamos sólo los tres. Mi nerviosismo e inquietud habían desaparecido. Cierta paz reinaba en mi interior. Imaginé, a la vez que suspiraba, lo bueno, lo grandioso que se me avecinaba el futuro. Podría ir con Gloria del brazo como su prometido por cualquier lugar, por cualquier calle o camino, y así todos sabrían de mi fortuna y mi buena suerte, de la bendición de ser el esposo de esa gema; todos podrían ver lo felices que seríamos el orgullo con que inflaría el pecho caminando con ella, con la damisela más hermosa que mis ojos hubieran visto.

Las cosas entre nosotros marcharían de maravilla. Nuestra juventud y posición no permitieron atravesáramos por ningún tipo de apuro o intranquilidad. No nos apresuramos con el matrimonio. Teníamos la certeza de que estaríamos juntos por siempre.

Dos años transcurrieron desde que mi amada Gloria y yo nos juramos amor eterno. Durante ese lapso de tiempo las cosas no cambiaron mucho con respecto a Josefina, salvo cuando se trataba de Gloria, a quien, hipócritamente o no —lo ignoro hasta hoy—, trataba de buen modo por la amistad que la unía con su madre, supongo, y Gloria le respondía de buen modo, aunque yo supiera que, en el fondo, y conociendo por mí cómo era mi madre, apenas si podía tolerar su saludo, pero se mostraba educada.

En cuanto al comportamiento antojadizo de Josefina, seguía enredándose con cuanto hombre agraciado se le pusiera enfrente. A mis dieciocho era un poco más robusto y alto que a los dieciséis. Ahora sí podría golpear —o al menos intentarlo— a todos aquellos hombres que entraran en mi casa sin el conocimiento de mi padre. En esos años mi padre continuó ausentándose y mi madre engañándolo, aunque en los tiempos recientes prefería hacerlo fuera de la casa.

Después de tiempo, y por primera vez, esperé con ansias a que mi padre viajara para poder maltratar al hombre que se atreviera a entrar a mi hogar ya saben para qué.

Echado en la cama una mañana de sábado —y llamen a esto justicia divina o como quieran—, justamente recordando con claridad el rostro de aquel tipejo, oí el típico sonido de ruedas de carruaje acompañado de cascos de caballo. Me asomé por la ventana de mi alcoba en la segunda planta, donde no había balcón. El carruaje se detuvo en la puerta de la casa. Me bastó con ver su brazo asomarse para saber que era él. «¡Gracias Dios mío!», pensé entusiasmado, agradeciéndole por las razones incorrectas. El primero que recibiría una golpiza de mi parte sería ese que me dio una a mí dos años antes. Exactamente el mismo hombre que hacía ocho años había visto por primera vez en el lecho de mi madre. Su nombre, que intrigado pude averiguar, era Jaime de la Serena. Por fin tendría la oportunidad de vengarme. Bajé presuroso con la intención de destrozarlo a golpes. Y así lo hice. Sin que se diera cuenta lo sorprendí justo en el momento en que ponía un pie sobre las piedras del suelo. El anciano cochero se quedó inmóvil ante mi presencia, por demás arrolladora y agresiva. Golpeé a Serena como nunca antes había golpeado algo en mi vida. Me desconocí. Tal fue mi descontrol que, por un momento, sentí que golpeaba el aire. No veía más que una mancha negra y roja. Lo dejé tirado sobre el suelo, bañado en sangre e inconsciente. Salvo por el viejo y triste cochero, no hubo testigos; ningún vecino se asomó, ni tampoco andaba por allí la Guardia Real. Ni un alma. Nunca supe cómo hizo para salir de allí. Volví a mi habitación a leer.

«Bien hecho Rodrigo. Lo dejaste casi muerto». Se lo merecía; tenía sexo gratis con la perra de mi madre. Aquella sería la última vez que lo vi, pues murió dos semanas después de la tunda, aunque no precisamente por eso, sino gracias a que el esposo engañado de alguna otra amante furtiva, lo descubrió en pleno ajetreo sexual con ésta. El cuclillo le clavó la espada en la garganta. Al menos, eso oí.

Al día siguiente, un domingo por la tarde, me fui a visitar a mi amada Gloria como todos los días. Nos fuimos caminando por el malecón a la alameda que solíamos visitar. A ella le gustaba ver el mar. Decía que le recordaba el día en que decidimos convertirnos en uno.

La alameda no tenía nombre. Las personas simplemente la llamaban «La alameda». Los frondosos árboles que la adornaban cubrían alegremente todo su camino empedrado. Quedaba en una zona que en su día no tenía nombre y se le conocía como el «barrio noble».

El simple hecho de transitar por aquel camino, paralelo a la playa; sendero de tierra, oyendo el graznido de las gaviotas acompañando el murmullo del mar era invaluable. Alcanzar la hermosa alameda tras un trayecto igual de hermoso era un placer. Ese día fue uno de los más divinos que puedo recordar, mientras todavía podía ver el sol.

Nunca imaginé que ese día, particularmente magnífico, sería el más triste de mi vida mortal: 25 de setiembre de 1767.

Ya de regreso caminábamos por el parque dando de comer a las aves que por ahí rondaban.

—Me gusta éste lugar —dijo Gloria—; me hace recordar los años que pasaron.

—Sí, es agradable. Aquí puede uno caminar sin aburrirse nunca, aun cuando está casi desierto, como hoy…

Detuvo su andar. Pareció no escuchar lo que dije. Clavó la mirada en el suelo, pensativa.

—Rodrigo, ¿me amas?

—¿Pero qué clase de pregunta es esa, amor mío? —pregunté, extrañado—. Eres lo que más amo y he amado en esta vida. Jamás podré sentir esto por nadie como por ti. Eres la razón de mis días. La única razón.

De pronto su mirada pareció triste, como si mis palabras no la hubieran complacido. La noté un poco descolorida.

—¿Te sientes mal, querida? —pregunté, preocupado—. No tienes buen semblante.

—No, no es nada… —dijo, posando la mano en el rostro—; hoy amanecí un poco indispuesta, es todo.

—Si tú lo dices, entonces no me preocuparé. Seguro que mañana te sentirás mejor. En cualquier caso, si deseas, puedo acompañarte a casa a que descanses ya y buscar al médico.

—No te preocupes —dijo con la voz un poco quebrada. Trató de recomponerse—. Te amo, ¿sabes?, no hay día en que no te extrañe —la voz se le quebró un tanto más—. Te amo Rodrigo mío. Te amo, siempre quédate a mi lado.

Algo en su tono de voz me preocupaba.

—Gloria, ¿qué pasa?

Súbitamente se sostuvo de mí como si se fuera a desmayar. La tomé del talle para que no cayera. Me miró asustada; tragó saliva. La sujeté con fuerza. Nunca olvidaré esa mirada, esa expresión de miedo y desesperación. Nunca podré borrarla de mi mente, pues, luego de mirarme a los ojos con esa expresión de terror mudo, se desvaneció en mis brazos.

—¡Ayuda! ¡Alguien que me ayude, por favor! —grité con desesperación.

Había muy poca gente alrededor y ninguno de los presentes era médico.

Un hombre que pasaba por allí vio toda la escena. Era el esclavo de un noble vecino de quien no recuerdo el nombre. Me ofreció su ayuda facilitándome el coche de su amo, que estaba cerca, sabiendo a lo que se exponía por su acto, porque le importaba más ayudar. Entonces, con ella en brazos corrí hacia el carruaje aparcado a unos pasos. El camino a la casa del médico se hizo eterno. El único caballo que halaba del pequeño vehículo me pareció tan veloz como un caracol. La llevé donde el doctor Antonio Gutiérrez del Madrigal, médico de cabecera de mi familia cuya casa quedaba fuera de mi vecindario, en el trayecto hacia el centro de Lima.

Llegué y bajé del carruaje tan rápido como me fue posible y cargué en vilo a Gloria, toqué la puerta con premura y a patadas. El doctor se asomó por la ventana de un piso superior. Entrecerrando los ojos trató de distinguir quién llamaba a su puerta.

Al reconocerme y verla en mis brazos se apresuró en bajar.

—¡Por aquí! —me indicó, acomodándose el lente, haciendo un gesto con la mano para que lo siguiera. Atravesamos un largo pasillo hasta llegar a una salita—. ¡Allí, acomódala en ese sillón!

El doctor la examinó. Le tomó el pulso. Trató de oír su respiración. Mi nerviosismo y desesperación eran evidentes, y todo aquel ritual médico se me hizo insufrible. Yo buscaba su mirada a la espera de una respuesta. Tras un rato examinándola el médico me miró a los ojos con una expresión apesadumbrada y movió la cabeza negativamente, Caí de espaldas sobre el otro sillón de terciopelo de esa habitación.

Había llegado demasiado tarde.

Me sentí como un castillo de arena derrumbado por las olas de un mar iracundo.

Me negué a creer que fuera cierto. Me puse de pie, furioso, y samaqueé al anciano.

—¡Le doy todo lo que tengo pero no la deje morir, maldita sea!

El pobre hombre no supo qué decir.

—¡Le doy todo lo que tengo! —vociferé, al tiempo que lo soltaba y me derrumbaba en llanto.

Aquel hombre me miraba sin saber qué decir. Parecía querer acercarse a consolarme, aun a pesar de mi trato hostil, como si fuera su culpa. Su mirada revelaba su tristeza, pues él conocía a Gloria desde recién nacida. Me remangué, cerré los puños y, enérgicamente le enseñé mis brazos y le dije:

—¡Dele mi sangre!

Me sentí desamparado e impotente.

—Ella ya estaba enferma —adujo el médico, postreramente, con pesar—. Lo sé porque ella ya estuvo aquí antes.

—Pero, ¿qué dice, doctor! —pregunté, con una voz cargada de amargura; una voz ininteligible, cortada en mil pedazos por el ahogo que me provocaban el llanto, por el dolor, y la indignación.

—No solo no quería preocuparte contándote estas cosas, sino que los asuntos entre médico y paciente son confidenciales.

—¡Pero se trataba de mi futura esposa! ¡Nos casaríamos en un mes! —clamé, furioso. Las lágrimas saltaban de mis ojos como cientos de abejas desequilibradas.

—Ella sufría de una extraña enfermedad —añadió, consternado y algo perplejo—. Era una especie de anemia. La revisé y no pude deducir cuál era el problema. Con todos los años que llevo de médico no pude entenderlo. ¡No tenía sentido!

—¡Y por qué no me lo dijo? —balbuceé entre sollozos—. ¡Hubiera hecho lo imposible por salvarla!

—Joven Rodrigo, ¡esa enfermedad era inexplicable y a pesar de que busqué y busqué no hallé una cura!

De pronto la voz del médico se hizo un murmullo y ya no la escuchaba. Allí estaba el viejo médico, hablando, moviendo la boca sin soltar palabras, mientras mis ojos miraban a Gloria tendida sobre aquel mueble, tan hermosa que mi alma se contrajo como el papel más delicado ante el voraz fuego. Me arrodillé a su lado, la vi de pies a cabeza y tomé su mano. Mojé su piel con mis lágrimas.

—Te amo —dije, con el alma hecha jirones, con el corazón palpitando desmesuradamente—. No puedo creer que no estés aquí, mi vida, mi reina, mi amor —añadí, sin poder contener el llanto. Respiraba y no podía respirar, quería destruirlo todo, quería dejar de existir, quería morirme ahí mismo, a su lado. Mis lágrimas bañaron su vestido. Su aroma se hizo parte de mí, me poseyó. De pronto todo el recinto olía a ella. El contacto con su piel tibia me hizo delirar. Juré que ella dormía. Que dormía entre mis brazos y que despertaría con uno de mis besos.

«¡Cuánto puede doler! ¿Por qué me la arrebataste, Dios mío? ¿Qué hice yo para que me castigues con tan mala fe? ¿Por qué te ensañas conmigo? Es que acaso, ¿no puedo ser feliz?».

***

Tuve la penosa labor de informar sobre el deceso a sus padres. No hubo valor sobre la Tierra que pudiera prepararme para esa tarea.

De pie, en la puerta de su casa, frente a esa puerta, que fue testigo de nuestro primer beso y mutua declaración de amor, supe que no sería capaz de decirles la verdad a sus padres. Pero tenía qué; debía. Mucho tiempo pasó para que me atreviera a llamar a la puerta. Con una extraña sensación de incredulidad, finalmente, golpeé el portón.

—Buenas noches, hijo, ¿dónde está Gloria? —me preguntó doña Mercedes con su cotidiana amabilidad y una cálida sonrisa.

—Señora, yo…

Vio mis ojos enrojecidos e inflamados por el llanto. El rostro se le puso palidísimo.

—¡Rodrigo!, ¿dónde está mi hija?

—Mire, ella… Seré directo, señora. Ella… ella murió.

La madre de mi amada me abofeteó con fuerza y al instante se desvaneció en mis brazos antes de que yo pudiera articular otra palabra. Hice lo posible por reanimarla, mas fue en vano y la dejé tendida. Don Alonso se acercó a la entrada de la casa y vio aquel cuadro.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué es lo que ha pasado aquí?

—Don Alonso, señor... Su esposa se ha desmayado… No pudo soportar la noticia…

—¿Qué noticia, Rodrigo? ¿Qué ha sucedido?

Lo miré con tristeza sin poder decirle nada, viendo el rostro de Gloria nítido perenne frente a mí.

—¡Habla ya, por todos los santos!

Pensé que lo mejor sería ser directo, como lo había sido con doña Mercedes; decirlo sin titubear:

—Gloria se ha ido, señor, ha muerto —afirmé, y acto seguido, me eché a llorar como un niño, derrumbado por el dolor de su recuerdo, asimilando el significado de mis palabras.

—¡Qué me estás diciendo, mal nacido! —me levantó de las ropas y me encaró—. ¡Canalla! ¿Por qué me dices cosa semejante?

Yo era joven. Los dieciocho años me impidieron manejar la situación de una mejor manera.

Don Alonso me soltó y luego de algún rato, más calmado, se sentó sobre el escalón de su puerta y escuchó atento todo lo sucedido, lo rápido que fue y lo que el doctor expuso. Se puso de pie y se acercó a mí. Repentinamente volvió a caer, esta vez de rodillas y me abrazo las piernas, llorando con todo el dolor que podría acarrear la muerte de su única hija, de la alegría de su hogar.

No tuvo vergüenza de demostrar su dolor. Su espada sonó estrepitosamente al caer de su cinto, y él, siguió llorando.

—¡Perdóname, hijo! ¡Perdóname!

Su familia se encargaría de todo lo referido a la ceremonia fúnebre, a la que no quise asistir, aunque, al final pensé en que nunca más la volvería a ver, por lo tanto, debía ver su rostro por una última vez.

Gloria, posada sobre el enguatado ataúd, tenía la expresión un tanto triste, muy distinta a cualquier expresión que le hubiera conocido, porque si hubo algo que nunca vi en Gloria fue tristeza, tristeza real. Ese gesto no debilitaba en lo más mínimo su belleza divina, inmortal en mi recuerdo.

Desde ese mismo instante cargaría sobre mis hombros un dolor tan grande que sólo sería aliviado el día de mi muerte humana. Un dolor que mi joven corazón no podría sobrellevar de otra manera.

Dos años antes de la tragedia era feliz. Saltaba de alegría porque Gloria había correspondido a mi amor, ¿qué mayor felicidad que esa? Ser amado por la persona que amas. Me sentí feliz, además, porque sus padres me admitieron como parte de su familia. Todo era preciso y alentador hasta ese momento en que, como un rayo, todo se esfumó. Tenía la sensación de que todo era una pesadilla; un mal sueño del cual quería despertar, sin éxito. Todo era bastante irreal. No podía dejar de pensar en ella; no había más en qué pensar. Quedó incrustada en mi memoria, en mi alma.

Nunca olvidaré ese día mientras viva. Ya mencioné que fue el más trágico de mi humana existencia, pero, la tragedia no acabó con su muerte.

Largas horas pasaron tras la ceremonia lúgubre y el entierro. Me encontraba extenuado en todas sus formas. Volví caminando a la casona, pensando, recordando e intentando entender el porqué de su partida. Al llegar a casa, deseando encontrar descanso de algún modo, ocurrió algo que hasta hoy mismo recuerdo con dolor e indignación, como si hubiera sucedido ayer.

Entré a mi recámara e intenté dormir. No pude. No sólo por el recuerdo de su muerte, fresco en mi memoria, como una herida sangrante y ardiente, o por tener su cara y su olor impregnados en mí para siempre, sino también porque aquel día, tal como sucediera ocho años antes, había un ruido que se dejaba oír por toda la casa, un ruido que no me permitía estar en paz: gemidos.

No iba a permitir que se siguiera agraviando el nombre de mi familia por las malas acciones de esa mujer, las que eran la comidilla del pueblo. Fui decidido a matar al sujeto que estuviera con ella en ese momento, cegado, además, por la rabia y el dolor que me provocaba la injusta partida del amor de mi vida.

Hubiera sido mejor no hacerlo, ¿saben?, hasta hoy recuerdo en carne viva lo que sentí en aquella ocasión. Dolor... mucho.

La puerta estaba cerrada con llave —cosa extraña, ya que mi madre cometía sus impúdicos actos sin importarle ese detalle—, así que tuve que patearla con todas mis fuerzas para poder entrar.

Mis ojos no me engañaban, era él: Demetrio. Estaba fornicando con mi madre y, dicho sea de paso, parecía disfrutarlo mucho. A pesar de los años transcurridos no consigo borrar de mi cabeza la expresión de placer que deformaba el rostro de Demetrio. No dije nada. No hice nada. Me quedé observando petrificado por breves instantes.

Demetrio, al percatarse de mi presencia, se puso de pie dejando de hacer lo que estaba haciendo, se cubrió con una sábana y se acercó al marco de la puerta para intentar darme alguna explicación, pero yo no oía nada. No quería oír. Me quedé allí, sordo, observando a Josefina sin parpadear.

—¿Cómo pudiste, Demetrio? Somos hermanos… Abusaste de la confianza que te dimos y te aprovechaste de ello para acostarte con esta mujer. Qué bien, Demetrio, te felicito. Bien hecho —pensé en voz alta y sin inmutarme, sin importarme que lo escucharan y mirando atentamente a la mujer.

Reaccioné, cerré los ojos un instante y me di media vuelta.

Como no hice caso a lo que trataba de decirme Demetrio, volvió a entrar al cuarto de mi madre para vestirse e ir tras mí.

—Vamos, negro. ¿Qué caso le haces a ese infeliz? Ya se le pasará —escupió Josefina, como si nada hubiera pasado, pretendiendo continuar con su fechoría.

—Oh, ¡cállese señora! —gritó Demetrio, osado, como si aquella mujer fuera cualquier esclava con la que usualmente compartía ese tipo de relaciones.

Los oí discutiendo mientras bajaba a la cocina. Con una parsimonia absurda cogí un cuchillo bastante grande y filoso. No estaba seguro de lo que iba a hacer con ese objeto, pero algo iba a hacer.

Subí con cierta lentitud, nublado por una extraña ira silenciosa que me cegaba y ensordecía. Cuando llegué a la habitación estaban allí los dos, repitiendo la faena como dos perros en celo. Él accedió a su pedido y me ignoró impunemente. No notaron mi presencia. Me bulló la sangre en las venas. ¿Cómo era posible que ese negro desgraciado pudiera hacerlo de nuevo? ¿Acaso el magnetismo de aquella mujer era tan fuerte como para ignorar mi arrebato?

Entonces lo hice. Sí, lo hice; me acerqué con sigilo hacia Demetrio y lo apuñalé por la espalda deteniendo sus movimientos pélvicos al instante. Estaba tan iracundo que no recuerdo cuántas veces lo hice, pero fueron muchas, creo que más de treinta. Seguramente intentó defenderse pero no lo recuerdo. Sólo tengo en mi memoria el sonido de su voz apagándose con cada estocada, la esclerótica ensangrentándose con los ojos muy abiertos y cómo su resistencia iba cediendo.

—¡Dios mío! ¿Qué estás haciendo? ¡Oh, Dios! ¡Detente! ¿Qué es lo que estás haciendo? —gritaba Josefina, aterrorizada por mi reacción. Hubiera sido ilógico pensar que sus alaridos tuvieran algo que ver con la muerte de Demetrio. Su miedo era porque creyó que procedería de igual modo con ella.

Pero no.

Tras dejar al infeliz hecho una masa sanguinolenta sobre las blancas —ya no tanto— sábanas de raso desperdigadas por el suelo, me acerqué a ella con determinación. Ella, sobre la cama, no pudo retroceder más. Como una pantera al acecho me puse frente a ella y la miré con esmero; abrazaba fuertemente una cobija. Tenía la boca entreabierta y respiraba agitada, sobrecogida por lo que había acabado de presenciar. Salvo por la tela que sujetaba no tenía prenda sobre la piel. Nunca la había visto así; ni siquiera recuerdo haberla visto tan de cerca como hasta entonces. Al observarla comprendí que mis ojos no la veían más como una madre, que nunca la habían visto así. Lo poco maternal que pudiera quedar de ella en mi memoria había desaparecido por completo. A pesar de todo me había engendrado y parido, y eso le daba el título de madre. Ese título se había desvanecido para siempre.